lunes, 26 de septiembre de 2011

LA PRIMERA AUSENCIA DE MI ÁNGEL GOODMAN





Close my eyes, after it´s open, then I can to think...

Mi corazón sangra, la sangre se transforma en lágrimas al sentir tu dolor, yo me consumo, me muero de amor sin tu ternura. Todo parece muerto a mi alrededor. Las imágenes las siento sin brillo. A mí ya no me siento, mi corazón no quiere más, pero ahora vivo o muero con el tuyo, con el amor que me dejaste, con el que durante tantas horas me alimentaste. Si pudiera elegir hubiese escogido vivir en ti. Preferiría ser tu huesped a tener que sentir yo por ti.
Estoy lleno de preguntas sin respuesta y cada día recuerdo unas pocas menos. Ni siquiera fumo por necesidad lo hago por costumbre, por lo que me queda todavía de esperar lo que quizás nunca llegue, pues perderé en cualquier momento la pasión que nos mantenía unidos. No puedo más. Te lo dije muchas veces, quizás sea un caprichoso, en esto más que en alguna otra cosa. 
Ni beber, ni fumar, ni tan siquiera doparme me satisface. Ni por esto, que lleva ocurriendo meses, soy capaz de odiar a nadie pero tampoco quererlo. Sí, he perdido la querencia, en una palabra o las que sean: ya no tengo alegría de vivir, ni siquiera ganas de tenerla.
Lo único que me hace continuar son tus caricias hoy ya borrosas y las lágrimas que hacen de antena para sentir también tu tristeza. Mis ojos lloran por ti. Mi corazón siente tu inmensa tristeza, quizás más aún que la mía. Sólo me queda decirte que te querré “forever”. Bye, 

©Miguel Je 2006

jueves, 22 de septiembre de 2011

EL DÍA QUE ME CRUCÉ CON MI ÁNGEL GOODMAN


«Si tienes un problema que tiene solución, no te preocupes.
Si tienes un problema que no tiene solución tampoco te preocupes»

Hubo un momento en mi vida en el que el mundo se me cayó encima; en lenguaje cinematográfico se llamaría «punto de giro», provocado éste por un suceso traumático: el hombre encantador con el que llevaba diez años compartiéndolo todo, dejó de ser un Ángel bueno para mostrar su verdadera personalidad demoníaca.
Fue tal el shock que para poder seguir viviendo salí de la luz de los focos para situarme tras una cámara y empecé a vivir mi inesperada nueva realidad improvisando tras el objetivo, de cristal amarillo (creo que por dar sensación de calidez), para comenzar a rodar una tragicomedia sin guión previo. 
Me dejé ayudar por la brisa, que me empujaba en mi carrera hacia ningún lado y cuando caía en el agua me dejaba arrastrar por la corriente, pero sin llegar nunca a cerrar los ojos para poder observarlo todo. 
No podía pararme, mi único objetivo era andar y andar, sin pensar, solo mirar, disfrutar de lo que veía y analizar exhaustivamente las imágenes que pasaban ante mí. Me alimentaba de imágenes que digería y procesaba bajo una lógica, posiblemente errónea, pero que a mí en ese momento me servía para sobrevivir. 
Adelgacé rápidamente, pero mi cuerpo se mantenía en forma, no así mi mente que fue debilitándose por la falta de sueño, adentrándose cada día más en una falsa realidad y acabé por vivir totalmente dentro de la ficción que había creado para no derrumbarme. 
En mi película, a la que le puse el nombre de «Pasos», mi perro negro Dean y yo éramos todo el equipo, y también los protagonistas junto a un Twingo gris y los lugares por los que nos movíamos: calles, carreteras, parques, bares, áreas de descanso, hoteles... Cuando dí por terminada «Pasos», empecé con «Dean y Miguel Ángel buscando la estrella polar», era lógico pues había perdido totalmente el norte, parecía que empezaba a recuperarme, recobrando poco a poco la cordura, pero otro suceso ocurrido en el parking de una gasolinera BP a la entrada de Villena me llevó el día de mi 38 cumpleaños al hospital Psiquiátrico de Santa Faz. Segundo punto de giro. 
Allí solo, sin Dean, pasé una semana recomponiendo los trozos del puzzle en el que me había convertido. No fue todavía suficiente esa semana en el centro para recomponerme, pero sí conseguí que me trasladaran a Madrid en ambulancia al Clínico, y allí una psiquiatra gallega, casualmente nacida en mi mismo pueblo, me dio el alta al no detectar ningún tipo de enfermedad mental salvo «estrés emocional» provocado por un desengaño amoroso. 
Yo no entendía nada, o a lo mejor lo entendía todo y no podía soportarlo, y volví a correr hacia la única luz que veía al final del túnel: la ficción. En ella me movía como pez en el agua, pero los guiones eran cada vez más oníricos y demasiado surrealistas para entenderlos, tanto que no tenía objeto pararme a escribirlos para luego releerlos. Entonces se produce otro punto de giro, al ser atracado con violencia por dos jóvenes de rasgos árabes. Me rompieron la mandíbula con un adoquín de granito que había amontonados por «palés» en casi todo el centro de Madrid, incluyendo la Plaza de las Descalzas. Todo por un mísero botín (unos cuantos euros, la documentación, incluidas mis dos tarjetas sanitarias: inglesa y española, una cámara de fotos cargadita y el guión de «Lola y María se van a Finestrat»); y me dejaron el llavero, con las llaves de la casita de la playa y del Twingo, y una brújula qué me regaló un amante por mi último cumpleaños. En esos momento me sentí como un gallo al que le cortan la cabeza y corre en círculos sin saber a dónde, chocándose con todos los obstáculos que se interponen en su carrera hacia ningún sitio. Así estaba yo: ciego y herido; sin cabeza fui perdiéndolo todo menos la casa de Finestrat. Solo y sin sentido acabé de nuevo en el Clínico, esta vez por un problema físico. Allí intentaron reconstruirme, al segundo intento lo consiguieron. Mientras mi mandíbula iba soldándose lentamente, yo volví a vagar sin rumbo, andar y correr, en círculos, totalmente cegado por el desconcierto, dándome un golpe tras otro contra cualquier obstáculo que se interponía en mi ciega trayectoria. Al perder la cabeza, no los nervios, y ya perdido todo lo que amaba, me sentí realmente solo; entonces una mañana me paré y me senté a fumar. Alguien vino a hablar conmigo y me cambió su elixir por mis cigarros. Mi mente se abrió, llamé a un conocido, le pedí 50 euros y cogí un autobús a Galicia. Me dormí instantáneamente y cuando abrí los ojos circulábamos paralelos a la muralla romana. Allí empecé a vivir el penúltimo guión: «Fumar mata pero vivir remata».
Casi recuperado volví a Madrid cargado de productos de la Tierra y algo de dinero en un coche alquilado, el mío estaba en el taller recuperándose de un choque tonto. Tenía que irme hasta Finestrat pero no lo hice porque quería recuperar a Dean, para recrear la «road movie» que me habían robado. Los días pasaban, yo me iba viniendo abajo, y una madrugada de domingo, que era el único día que tenía permiso para estar con Dean, cansado de correr sin rumbo y sin tino me desplomé sobre la hierba del parque, «nuestro Parque». Mi perro negro tumbado con la cabeza sobre sus patas vigilando mi inconsciencia, sin dejarme hasta que mi cuerpo inerte volvió a la vida. Le busqué con mis manos, al sentirle me tranquilicé, entonces abrí los ojos y lo primero que vi fue un cielo gris, que se iba ennegreciendo por segundos, me incorporé y me abracé a Dean que ya se había levantado; él era lo único que tenía, nunca me había fallado, me dio un beso con su lengua rosada y comencé a llorar. No sabía qué hacer, ni a donde ir. Solos los dos en medio de un gran parque... Miré la hora, ya pasaba de las dos, y ¡tenía que haberlo devuelto a las doce! Debía pensar alguna solución. Toda mi vida estaba repartida entre un coche y una casa que odiaba y lejos de la ciudad donde me encontraba. En ese momento tenía a Dean, un lugar donde vivir (la maravillosa casa de mi buena amiga Begoña, un lujoso duplex frente al museo del Prado), en otras circunstancias eso me bastaría para ser feliz, pero estaba sin fuerzas, sin ilusión, a punto de rendirme. La realidad que sólo veía era que tenía que separarme de mi «niño» porque legalmente pertenecía a mi ex. Me había excedido del tiempo que él me daba para tenerlo conmigo, tenía que devolvérselo; precisamente no necesitaba más líos, pero tampoco quería separarme del único ser que me quería incondicionalmente y al que yo adoraba. Siempre he pensando mejor paseando, corriendo, caminando o pedaleando y, sobretodo, fumando; le puse la correa a Dean encendiendo a continuación uno de los últimos cigarrillos que me quedaban y echamos a andar por el sendero que circundaba el parque. Caminar en círculo adormece la mente y como los pollos sin cabeza me dejé llevar por la fuerza del amor: lo miraba todo y todo en el parque se transformaba en belleza. Mis pasos eran cada vez más rápidos, el cielo más negro y cercano, tanto que parecía que fuera a desplomarse sobre nosotros. De hecho empezaban a caer suavemente unas gotas enormes cuando de repente a lo lejos vi a alguien sentado en un banco. Era otro superviviente de la hecatombe. Dean y yo ya no eramos los únicos que estábamos vivos.
Nos fuimos acercando por el sendero hasta pasar a su lado, le miré, Dean tiró de mí hacia él, entonces le reconocí: era el nuevo Ángel que el Universo me había otorgado para acompañarme en el nuevo camino que ya había emprendido. Me senté a su lado, le dije hola y comencé a llorar. No podía parar, aunque lo intentaba, lloraba por todo lo malo despojándome de toda la mierda acumulada, y así estuve no sé cuanto tiempo, hasta que también empezó a diluviar. Nos levantamos, y casi corriendo fuimos hacia la que hasta hacía poco había sido mi hogar, para dejar a Dean con el «demonio». Mi miedo había desaparecido.

Mi Ángel bueno se llamaba Guzmán, y poco a poco descubrí que era también un hombre encantador. Diez años después de ese día sigue aquí, a mi lado. Dean, sin embargo, nos dejó hace ya cinco años.

©Miguel Je 2011