«Si tienes un problema que tiene solución, no te preocupes.
Si tienes un problema que no tiene solución tampoco te preocupes»
Hubo un momento en mi vida en el que el mundo se me cayó encima; en lenguaje cinematográfico se llamaría «punto de giro», provocado éste por un suceso traumático: el hombre encantador con el que llevaba diez años compartiéndolo todo, dejó de ser un Ángel bueno para mostrar su verdadera personalidad demoníaca.
Fue tal el shock que para poder seguir viviendo salí de la luz de los focos para situarme tras una cámara y empecé a vivir mi inesperada nueva realidad improvisando tras el objetivo, de cristal amarillo (creo que por dar sensación de calidez), para comenzar a rodar una tragicomedia sin guión previo.
Me dejé ayudar por la brisa, que me empujaba en mi carrera hacia ningún lado y cuando caía en el agua me dejaba arrastrar por la corriente, pero sin llegar nunca a cerrar los ojos para poder observarlo todo.
No podía pararme, mi único objetivo era andar y andar, sin pensar, solo mirar, disfrutar de lo que veía y analizar exhaustivamente las imágenes que pasaban ante mí. Me alimentaba de imágenes que digería y procesaba bajo una lógica, posiblemente errónea, pero que a mí en ese momento me servía para sobrevivir.
Adelgacé rápidamente, pero mi cuerpo se mantenía en forma, no así mi mente que fue debilitándose por la falta de sueño, adentrándose cada día más en una falsa realidad y acabé por vivir totalmente dentro de la ficción que había creado para no derrumbarme.
En mi película, a la que le puse el nombre de «Pasos», mi perro negro Dean y yo éramos todo el equipo, y también los protagonistas junto a un Twingo gris y los lugares por los que nos movíamos: calles, carreteras, parques, bares, áreas de descanso, hoteles... Cuando dí por terminada «Pasos», empecé con «Dean y Miguel Ángel buscando la estrella polar», era lógico pues había perdido totalmente el norte, parecía que empezaba a recuperarme, recobrando poco a poco la cordura, pero otro suceso ocurrido en el parking de una gasolinera BP a la entrada de Villena me llevó el día de mi 38 cumpleaños al hospital Psiquiátrico de Santa Faz. Segundo punto de giro.
Me dejé ayudar por la brisa, que me empujaba en mi carrera hacia ningún lado y cuando caía en el agua me dejaba arrastrar por la corriente, pero sin llegar nunca a cerrar los ojos para poder observarlo todo.
No podía pararme, mi único objetivo era andar y andar, sin pensar, solo mirar, disfrutar de lo que veía y analizar exhaustivamente las imágenes que pasaban ante mí. Me alimentaba de imágenes que digería y procesaba bajo una lógica, posiblemente errónea, pero que a mí en ese momento me servía para sobrevivir.
Adelgacé rápidamente, pero mi cuerpo se mantenía en forma, no así mi mente que fue debilitándose por la falta de sueño, adentrándose cada día más en una falsa realidad y acabé por vivir totalmente dentro de la ficción que había creado para no derrumbarme.
En mi película, a la que le puse el nombre de «Pasos», mi perro negro Dean y yo éramos todo el equipo, y también los protagonistas junto a un Twingo gris y los lugares por los que nos movíamos: calles, carreteras, parques, bares, áreas de descanso, hoteles... Cuando dí por terminada «Pasos», empecé con «Dean y Miguel Ángel buscando la estrella polar», era lógico pues había perdido totalmente el norte, parecía que empezaba a recuperarme, recobrando poco a poco la cordura, pero otro suceso ocurrido en el parking de una gasolinera BP a la entrada de Villena me llevó el día de mi 38 cumpleaños al hospital Psiquiátrico de Santa Faz. Segundo punto de giro.
Allí solo, sin Dean, pasé una semana recomponiendo los trozos del puzzle en el que me había convertido. No fue todavía suficiente esa semana en el centro para recomponerme, pero sí conseguí que me trasladaran a Madrid en ambulancia al Clínico, y allí una psiquiatra gallega, casualmente nacida en mi mismo pueblo, me dio el alta al no detectar ningún tipo de enfermedad mental salvo «estrés emocional» provocado por un desengaño amoroso.
Yo no entendía nada, o a lo mejor lo entendía todo y no podía soportarlo, y volví a correr hacia la única luz que veía al final del túnel: la ficción. En ella me movía como pez en el agua, pero los guiones eran cada vez más oníricos y demasiado surrealistas para entenderlos, tanto que no tenía objeto pararme a escribirlos para luego releerlos. Entonces se produce otro punto de giro, al ser atracado con violencia por dos jóvenes de rasgos árabes. Me rompieron la mandíbula con un adoquín de granito que había amontonados por «palés» en casi todo el centro de Madrid, incluyendo la Plaza de las Descalzas. Todo por un mísero botín (unos cuantos euros, la documentación, incluidas mis dos tarjetas sanitarias: inglesa y española, una cámara de fotos cargadita y el guión de «Lola y María se van a Finestrat»); y me dejaron el llavero, con las llaves de la casita de la playa y del Twingo, y una brújula qué me regaló un amante por mi último cumpleaños. En esos momento me sentí como un gallo al que le cortan la cabeza y corre en círculos sin saber a dónde, chocándose con todos los obstáculos que se interponen en su carrera hacia ningún sitio. Así estaba yo: ciego y herido; sin cabeza fui perdiéndolo todo menos la casa de Finestrat. Solo y sin sentido acabé de nuevo en el Clínico, esta vez por un problema físico. Allí intentaron reconstruirme, al segundo intento lo consiguieron. Mientras mi mandíbula iba soldándose lentamente, yo volví a vagar sin rumbo, andar y correr, en círculos, totalmente cegado por el desconcierto, dándome un golpe tras otro contra cualquier obstáculo que se interponía en mi ciega trayectoria. Al perder la cabeza, no los nervios, y ya perdido todo lo que amaba, me sentí realmente solo; entonces una mañana me paré y me senté a fumar. Alguien vino a hablar conmigo y me cambió su elixir por mis cigarros. Mi mente se abrió, llamé a un conocido, le pedí 50 euros y cogí un autobús a Galicia. Me dormí instantáneamente y cuando abrí los ojos circulábamos paralelos a la muralla romana. Allí empecé a vivir el penúltimo guión: «Fumar mata pero vivir remata».
Yo no entendía nada, o a lo mejor lo entendía todo y no podía soportarlo, y volví a correr hacia la única luz que veía al final del túnel: la ficción. En ella me movía como pez en el agua, pero los guiones eran cada vez más oníricos y demasiado surrealistas para entenderlos, tanto que no tenía objeto pararme a escribirlos para luego releerlos. Entonces se produce otro punto de giro, al ser atracado con violencia por dos jóvenes de rasgos árabes. Me rompieron la mandíbula con un adoquín de granito que había amontonados por «palés» en casi todo el centro de Madrid, incluyendo la Plaza de las Descalzas. Todo por un mísero botín (unos cuantos euros, la documentación, incluidas mis dos tarjetas sanitarias: inglesa y española, una cámara de fotos cargadita y el guión de «Lola y María se van a Finestrat»); y me dejaron el llavero, con las llaves de la casita de la playa y del Twingo, y una brújula qué me regaló un amante por mi último cumpleaños. En esos momento me sentí como un gallo al que le cortan la cabeza y corre en círculos sin saber a dónde, chocándose con todos los obstáculos que se interponen en su carrera hacia ningún sitio. Así estaba yo: ciego y herido; sin cabeza fui perdiéndolo todo menos la casa de Finestrat. Solo y sin sentido acabé de nuevo en el Clínico, esta vez por un problema físico. Allí intentaron reconstruirme, al segundo intento lo consiguieron. Mientras mi mandíbula iba soldándose lentamente, yo volví a vagar sin rumbo, andar y correr, en círculos, totalmente cegado por el desconcierto, dándome un golpe tras otro contra cualquier obstáculo que se interponía en mi ciega trayectoria. Al perder la cabeza, no los nervios, y ya perdido todo lo que amaba, me sentí realmente solo; entonces una mañana me paré y me senté a fumar. Alguien vino a hablar conmigo y me cambió su elixir por mis cigarros. Mi mente se abrió, llamé a un conocido, le pedí 50 euros y cogí un autobús a Galicia. Me dormí instantáneamente y cuando abrí los ojos circulábamos paralelos a la muralla romana. Allí empecé a vivir el penúltimo guión: «Fumar mata pero vivir remata».
Casi recuperado volví a Madrid cargado de productos de la Tierra y algo de dinero en un coche alquilado, el mío estaba en el taller recuperándose de un choque tonto. Tenía que irme hasta Finestrat pero no lo hice porque quería recuperar a Dean, para recrear la «road movie» que me habían robado. Los días pasaban, yo me iba viniendo abajo, y una madrugada de domingo, que era el único día que tenía permiso para estar con Dean, cansado de correr sin rumbo y sin tino me desplomé sobre la hierba del parque, «nuestro Parque». Mi perro negro tumbado con la cabeza sobre sus patas vigilando mi inconsciencia, sin dejarme hasta que mi cuerpo inerte volvió a la vida. Le busqué con mis manos, al sentirle me tranquilicé, entonces abrí los ojos y lo primero que vi fue un cielo gris, que se iba ennegreciendo por segundos, me incorporé y me abracé a Dean que ya se había levantado; él era lo único que tenía, nunca me había fallado, me dio un beso con su lengua rosada y comencé a llorar. No sabía qué hacer, ni a donde ir. Solos los dos en medio de un gran parque... Miré la hora, ya pasaba de las dos, y ¡tenía que haberlo devuelto a las doce! Debía pensar alguna solución. Toda mi vida estaba repartida entre un coche y una casa que odiaba y lejos de la ciudad donde me encontraba. En ese momento tenía a Dean, un lugar donde vivir (la maravillosa casa de mi buena amiga Begoña, un lujoso duplex frente al museo del Prado), en otras circunstancias eso me bastaría para ser feliz, pero estaba sin fuerzas, sin ilusión, a punto de rendirme. La realidad que sólo veía era que tenía que separarme de mi «niño» porque legalmente pertenecía a mi ex. Me había excedido del tiempo que él me daba para tenerlo conmigo, tenía que devolvérselo; precisamente no necesitaba más líos, pero tampoco quería separarme del único ser que me quería incondicionalmente y al que yo adoraba. Siempre he pensando mejor paseando, corriendo, caminando o pedaleando y, sobretodo, fumando; le puse la correa a Dean encendiendo a continuación uno de los últimos cigarrillos que me quedaban y echamos a andar por el sendero que circundaba el parque. Caminar en círculo adormece la mente y como los pollos sin cabeza me dejé llevar por la fuerza del amor: lo miraba todo y todo en el parque se transformaba en belleza. Mis pasos eran cada vez más rápidos, el cielo más negro y cercano, tanto que parecía que fuera a desplomarse sobre nosotros. De hecho empezaban a caer suavemente unas gotas enormes cuando de repente a lo lejos vi a alguien sentado en un banco. Era otro superviviente de la hecatombe. Dean y yo ya no eramos los únicos que estábamos vivos.
Nos fuimos acercando por el sendero hasta pasar a su lado, le miré, Dean tiró de mí hacia él, entonces le reconocí: era el nuevo Ángel que el Universo me había otorgado para acompañarme en el nuevo camino que ya había emprendido. Me senté a su lado, le dije hola y comencé a llorar. No podía parar, aunque lo intentaba, lloraba por todo lo malo despojándome de toda la mierda acumulada, y así estuve no sé cuanto tiempo, hasta que también empezó a diluviar. Nos levantamos, y casi corriendo fuimos hacia la que hasta hacía poco había sido mi hogar, para dejar a Dean con el «demonio». Mi miedo había desaparecido.
Mi Ángel bueno se llamaba Guzmán, y poco a poco descubrí que era también un hombre encantador. Diez años después de ese día sigue aquí, a mi lado. Dean, sin embargo, nos dejó hace ya cinco años.
©Miguel Je 2011
©Miguel Je 2011
Después de leer con atención la bella y extensa descripción del final de una etapa desgraciada para ti y el comienzo de otra que, simplemente esbozas pero no sin poner antes, en ella, un entusiástico énfasis al casual encuentro con una persona, que denominas tu "nuevo ángel", en aquella otoñal mañana de un mes de Octubre, engalanada con un admirable cielo velazqueño, presagiando una lluvia anunciante, al mismo tiempo, de un acontecimiento digno de destacar y de insertar en tu escrito para dar detalles de cómo, por este hecho de encontrarte con un ser tan desconocido y anónimo, se produce una inflexión vital y dual porque, quiero imaginar como muy interesante que, esta versión, plasme también la impresión de esa otra parte que, entrando en tu vida, te impacta para bien hasta el extremo de que te lleve a decir que, después de convivir toda una década, sigamos juntos.
ResponderEliminarToda una larga etapa que, indudablemente, establece premisas dignas de ser reveladas porque, aún siendo las que yo quiero aportar a esta historia, arrojan luz sobre las incógnitas que pudieran plantearse sobre su lectura. Desacertadamente o casual, no podemos decir que fuera el encuentro que en un gran parque de Madrid, en día tan intempestivo, tuvimos porque, aunque posiblemente fuera otro "superviviente de la hecatombe", desde luego es evidente, que era el destino lo que nos reunía y que, sin mediar casi palabras y sin, apenas, capacidad de reacción, redentoras lágrimas surgidas de tus mejillas se unían a las que yo junto a ti arrojé, liberándonos en primera instancia, de los tremendos lastres con que nuestras vidas se habían ido cargando y que llegaban a su culminación este memorable día en que, con oro e indeleblemente, se iba a grabar en nuestros corazones y ánimos la fecha de este encuentro que, indiscutiblemente debía definir, de ahora en adelante, el nuevo derrotero emprendido que comenzaba sin declaraciones ni capitulaciones previas que pudieran, en un futuro, salvaguardarnos de nada ni de conferirnos garantías o seguridades de ninguna clase.Nuestros estados anímicos no eran las mejores condiciones para establecer ningún tipo de relación y, sin embargo, haciendo oídos sordos a toda sensación que pudiera haber establecido el más común de los sentido a lo que estábamos haciendo, fue una especial SIMPATIA, el sufrimiento de ambos, del que hicimos causa común, lo que nos llevó a poner las bases en una relación que comenzaba sin condiciones de ninguna clase y encaminada a ser perfeccionada en el transcurso de nuestra nueva andadura porque, realmente, si creyéramos en los milagros, esto que nos ocurrió, pudiera muy bien ser clasificado como tal porque no tiene explicación posible que, siendo dos personas de naturalezas tan distintas y gran diferencia de edad, pudiéramos culminar en tiempo récord, tan formidable unión que, a la distancia de diez años de duración, nos sigue llenando de satisfacción y alegría. No cabe aquí conjeturar nada sobre lo que, en aquellos momentos de encuentro, cabía pensar el uno del otro porque por nuestras cabezas no pasó otra cosa que no fuera el juntarnos para, en un fuerte abrazo inicial y llenos de lágrimas, unir nuestras almas y ponerlas al unísono en la nueva andadura que emprendíamos con rumbo al Levante español, como meta primera a alcanzar y donde Miguel tenía su bello "rincón con vistas" en medio de una naturaleza acogedora y alegre que nos brindó, fuera ya de las tensiones iniciales y sin titubeos, el comenzar a conocernos, propiciando una unión sin condiciones ni trabas que nos llevó, tan pronto como la legislación lo permitió, a convertirnos, mediante el matrimonio, en cónyuges para toda la vida, imprimiendo en nuestras alianzas el lema de "cooking forever" porque, en realidad, en nuestro hogar, sin separarnos ni un momento, juntos las veinticuatro horas del día, cocinamos todo lo que nos acontece en un clima de AMOR IN "CRESCENDO" que no tiene techo, pudiendo proclamar que hemos agarrado la felicidad que nos atropella a diario y ¡hasta en las cosas más pequeñas!
ResponderEliminarGracias por vuestro testimonio, edificante y mágico.
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