Palacete de Miguel Maura en la plaza Rubén Darío
Al final de una tarde de finales de Otoño, Miguel subía las escaleras de la boca del metro de Rubén Darío. Estaba tranquilo y todavía un poco soñoliento. La noche anterior había sido muy larga, vulgar y desilusionante. El sol de poniente le cegó. Se buscó las gafas oscuras, dándose cuenta de que las había olvidado. Distraídamente miró el reloj. Por una vez se había adelantado a la cita con Eduardo: un amigo al que, casi sólo, le unía el juego de inventarse historias, quitándose la palabra de la boca el uno al otro a mitad de una frase, sin tener nunca la idea de propiedad y llegando a olvidarse, incluso, de quién había sido la primera frase de la narración.
Juntos solían andar sin dirección precisa al tiempo que inventaban sus relatos; acariciando periódicamente la idea de que un día una de esas historias dejara de serlo para sustituir a la realidad; que, sin mencionarlo, era lo que ambos más deseaban. De ahí el usar la imaginación, a veces, hasta extremos absurdos y barrocos.
Mientras esperaba a Eduardo, Miguel se sentó en el respaldo de un banco mirando al vertiginoso cielo sangrante, al que amenazaba un azul oscurísimo, casi negro, que avanzaba por encima de él. Era tan hipnótico el milenario espectáculo de la luz luchando con las sombras, que había olvidado la misma cita con Eduardo.
Este llegaría por la Calle Miguel Ángel. El sol se ponía, irremediablemente, por el principio del Paseo del Cisne y Miguel, no podía apartar su vista de las últimas y rapidísimas evoluciones de los vencejos por encima de la castiza iglesia de San Fermín de los Navarros. Los chillidos de los vencejos le hicieron recuperar la realidad volviéndose hacia el principio de la Calle Miguel Ángel. Eduardo aún no daba señales de vida. Al volver la cabeza sus ojos quedaron atrapados por un intenso color rojo, se agachó sobre el asiento para ver qué era ese resplandor rojizo, descubriendo dos llaves. Las observó unos minutos antes de atreverse a cogerlas. Hubieran sido dos llavines comunes de no ser por el brillo y el color, un rojo vivo, un rojo intenso que no parecía pintura, ni esmalte y era, en realidad, el propio material del que estaban hechas. Al “agarrarlas” le parecieron objetos sin peso, delicadamente tibias, singularmente suaves, limpias de cualquier marca de fábrica. Las mismas muescas eran amables al tacto. Tan abstraído estaba en la observación y el análisis, que la mano de Eduardo en su espalda tardó en sentirla.
—¡Por una vez te ha tocado esperar, eh! ¿Qué es eso?
—Dos llaves. (Haciendo un movimiento de ojos, mira a Eduardo y baja la vista a las llaves)
—¿De dónde salen?
—Estaban ahí encima (señalando el sitio exacto ), en el banco, las acabo de ver. Fíjate qué extrañas.
Eduardo las vuelve a mirar y se encoge de hombros, sonríe.
—¡Tócalas!
Dijo Miguel, tendiéndoselas, con un escalofrío.
—¡Están calientes!
Exclamó sorprendido, como si le hubiesen quemado, para
soltarlas instantáneamente. Se acababan de encender las farolas de la plaza: tardando unos minutos en
pasar del blanco rosáceo al naranja sucio del alumbrado urbano. Las primeras luces en las ventanas de las casas delataban demasiado la soledad de las calles a esa hora tan imprecisa. Miguel empezó a mirar las fachadas pensativo. Su imaginación trataba de desperezarse tras la fascinación producida por el descubrimiento de las llaves rojas.
—¡Qué calientes están! -insistió Eduardo-. ¡Parece que quisieran refrescarse en una cerradura!
—Me parece que estamos pensando en lo mismo.
Dijo Miguel, sonriéndose después de mirarle con unos ojos alegres que iluminaban su cara por primera vez en el día.
Echaron a andar hacia la calle Almagro, quitándose una vez más la palabra el uno al otro intentando encontrar el hilo de la historia, alrededor del cual podrían estar varias horas añadiendo y quitando los fragmentos que al final la dejarían en pie; definitiva, archivada, capaz de ser reconocida por ambos y ya no susceptible de cambios ni modificaciones.
—Este llavín abre un portal y éste un piso-. Dijo Miguel. ¡Di un número! ¡Rápido! ¡Dime un número!
Eduardo dijo un número. Cruzaron la calle sin parar de reírse esquivando el único coche que circulaba en ese momento obligándole a frenar: ¡era el número de aquel portal! Ninguno de los dos pararía de hablar si no fuera porque misteriosamente aquella llave lo abrió. La casualidad resultaba demasiado evidente, casi absurda; pero el portal se abrió.
Era un portal repleto de ojos y pies: inmóviles por miedo a despertar, lo que parecía un sueño.
—Ahora dime un piso.
Le dijo Miguel en un gesto de complicidad.
—¡El último!
Contestó inmediatamente.
—¡El ático!
—¿Derecha o izquierda?
—¡No hay más que uno!
La seguridad de la respuesta de Eduardo y el posterior silencio pareció quitarles la risa... y la sonrisa.
El viejo ascensor subió despacio rompiendo el silencio sepulcral existente sintiéndose uno más con ellos. Llegaron al ático en medio de un estruendo demasiado
aterrador que no hizo más que aumentar su impaciencia. Abrieron entre los dos las estrechas puertas, pero Eduardo le dejó salir primero. Miguel vio y vaciló. Fue entonces cuando Eduardo se le adelantó...
—Dame el otro llavín y cierra el ascensor.
Dijo Eduardo, con un tono de reproche.
Lo introdujo con seguridad y aplomo, giró y la puerta se abrió sin ruido. Encendieron la luz de un vestíbulo cegadormente blanco, con dos espejos sobre una mesa de media circunferencia, sobre la que descansaban dos pequeñas bandejas de plata limpias y deslumbrantes.
—¡Estoy seco! ¿Quieres beber tú algo?
Dijo ya abriendo la puerta izquierda.
—Sí, tráeme agua. ¡Me estoy meando!
Y se fue por la otra puerta.
En unos minutos volvieron a reunirse en el vestíbulo. Al encontrarse, ambos parecían extremadamente cansados, pálidos en la luz dorada de aquella habitación blanca.
—Me siento agotado... Me voy a la cama. (Ofreciéndole el vaso de agua) Eduardo se bebió el vaso de agua de un solo trago para dejarlo luego sobre una de las dos bandejas.
—Sí. Vámonos a dormir, yo también estoy muerto.
Fue decir esta palabra y los dos se echaron a reír, mientras ambos se dirigían ya hacia el dormitorio principal. Se acostaron en la cama después de desnudarse y dejar cada uno su ropa en gemelas descalzadoras.
—Hemos dejado encendidas las luces del vestíbulo...
Dijo Eduardo quedándose dormido, sin notar que Miguel ya lo estaba.
La temprana luz del sol, entrando por los visillos, despertó a Miguel. Se volvió hacia el interior intentando recuperar el sueño con los ojos entrecerrados. Una sorpresa que, lentamente parecía cobrar demasiada realidad, le obligó a abrirlos, para ver con toda nitidez una larga cabellera rubia sobre la almohada. Lentamente, el cuerpo a su lado, se volvió hacia él y en una cara de mujer, totalmente lavada, Miguel contempló el espanto con el que le miraba.
—¿Quién eres tú? ¿Cómo has entrado?
—¿...Y Miguel?
Preguntó una voz femenina desde la boca de la mujer.
—¡Yo soy Miguel! ¿...Y tú quién eres?
Preguntó una voz masculina que no era la de Miguel y que él mismo no reconoció.
—¿Qué es lo que pasa aquí? Yo soy Eduardo pero, esta no es mi voz ni tampoco la tuya, ni eres tú... Y tengo el pelo largo... (Dijo tocándoselo, pasando los dedos por un mechón desde la raíz hasta las puntas, al tiempo que empezaba a llorar repitiendo:
—¿Qué pasa aquí, qué pasa Dios?
Se levantaron simultáneamente, muy despacio hasta ponerse delante del espejo, para contemplar horrorizados a una pareja que nunca habían visto. Eduardo volvió hasta la cama, mecánicamente se tapó con la sábana y miró a la mesilla de noche. Sin separar los labios y con un gesto tembloroso de la mano llamó a Miguel y le enseñó un retrato enmarcado en plata. Desde el centro de un banco, en la plaza de Rubén Darío, miraban sonrientes a la cámara el hombre y la mujer que eran ellos mismos ahora.
EPÍLOGO
A ESA HORA, PRECISA, MUY CERCA DE ALLÍ, EN EL TIEMPO DE LOS RELOJES Y LAS HORAS CIERTAS, UNA ADOLESCENTE SE SENTABA EN EL MISMO BANCO DE LA PLAZA DE RUBÉN DARÍO, RECOGÍA DE SUELO, PORQUE LAS HABÍA TIRADO CON LA FALDA, UN PAR DE LLAVES ROJAS, QUE SU NOVIO, AL LLEGAR, LE QUITABA, RIÉNDOSE, DE LA MANO.
Una de las primeras producciones literarias salidas de tu privilegiada y bien dotada imaginación que me sorprendió y me sigue sorprendiendo a pesar del transcurso del tiempo donde se mezclan verdaderas sensaciones y sentimientos, que son el eje de todas tus obras y, en parte, de tu vida.
ResponderEliminarMe alegro verla de nuevo en marcha divulgatoria ofreciéndola generosamente a cuantos quieran leerla.
Gracias por lo de «privilegiada y bien dotada imaginación» pero reconozco que no eres muy objetivo. Imaginación sigo teniendo pero la ejercito poco, ya sabes lo importante que es el uso habitual, en todo. Un besazo y gracias por volver a leer esta historia inconclusa, o proyecto de algo que definitivamente se quedará tal cual está. A mi siempre me gustó tal cual está. Era la historia para un corto que nunca llegó a hacerse, escrita a toda prisa para entrar en la escuela de dirección de cine de la comunidad de Madrid en su primera promoción.
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